Orden Mediático y Orden Cultural – II Parte

II Condiciones de acceso y asimetrías comunicacionales

¿Qué nos dicen los datos duros en el campo del consumo mediático y las condiciones de acceso al intercambio?

Tomando como indicador el número de receptores de radio por 1000 habitantes, se observa que hacia 1997 el promedio mundial era de 418, desglosado de manera segmentada por regiones: para Europa 729, para los países en desarrollo 245, para América Latina y el Caribe 412; y en cuanto al número de receptores de televisión por cada 1000 habitantes, también hacia 1997 el promedio global era de 240, el promedio europeo de 446, el promedio de los países en desarrollo de 157, el promedio latinoamericano y caribeño de 205, y el promedio de los países industrializados de 548. (UNESCO, 1999).

Estos índices varían a un ritmo acelerado. Así, hacia la primera mitad del 2001 ya en América del Sur se estimaba una penetración de 270 televisores por cada 1000 habitantes, alcanzando el 83% de los hogares, mientras en América Central llegaba al 77% de los hogares, de acuerdo a la Unión Internacional de Telecomunicaciones. En el caso de la TV por cable, la región latinoamericana mostraba diferencias enormes hacia finales de siglo pasado entre países, con un claro liderazgo de Argentina en que el 60% de los hogares tienen acceso a TV cable, en contraste, por ejemplo, con un 20% en Brasil (UNESCO, 1999).

La circulación estimada de periódicos diarios por 1000 habitantes en 1996 era de 96 para el promedio global, 101 para América Latina y el Caribe y 226 para los países industrializados.(UNESCO, 1999). Hacia 1996 en el mundo se imprimían alrededor de 8.391 diarios distintos: 224 en África, 3010 en Asia, 2115 en Europa, 3972 en los países industrializados en general, y 1012 en América Latina y el Caribe (UNESCO, 1999).

Tomando estos indicadores puede inferirse que América Latina y el Caribe se ubica por encima del promedio mundial pero muy por debajo de las regiones industrializadas. Con todo, los datos recién expuestos sugieren que América Latina cuenta hoy con un nivel de expansión de medios convencionales que hace posible, para la inmensa mayoría, acceder como receptor a las trasmisiones de radio y televisión abiertas.

¿Pero qué ocurre con el acceso a medios interactivos? Los datos reflejan para América Latina una combinación de rezago, dinamismo y segmentación. Si hacia el fin del año 2002 la mayoría de los hogares tenía televisión, sólo el 16% contaba con telefonía fija, el 20% de la población con telefonía celular, el 8% de la población con acceso a Internet, y solo 0.3% de la población con acceso a banda ancha (Hilbert, 2003). Esta cifra refleja que mientras una parte significativa de la población tiene acceso a información, imágenes, contenidos y mensajes a distancia que otros emiten (y frente a los cuales sólo ostentan la condición de receptores), una parte menor tiene la posibilidad de comunicarse a distancia en una relación individual, y una parte todavía más reducida accede a medios interactivos a distancia que les permite actuar como emisores frente a grupos más extensos.

Si la conectividad a medios interactivos constituye un indicador decisivo respecto de la participación en la sociedad de la información y el conocimiento, constatamos que los contrastes entre Estados Unidos y América Latina eran impactantes para el año 2002. Mientras en el primer caso habían 63 PCs por cada 100 habitantes, 54 usuarios del Internet y 37 «hosts» por cada 100 habitantes, entre los países de América Latina, Uruguay llevaba la delantera en hosts (2.1 por cada 100 habitantes), Chile en usuarios (20 por cada 100 habitantes) y Costa Rica en número de PCs (17.02 por cada 100 habitantes) (UIT, 2003).

Los contrastes en acceso a bienes comunicacionales «de ida y vuelta» (como telefonía e Internet) son inquietantes cuando se comparan las distintas regiones del mundo. Por el momento el 20% de la población global que vive en países más pobres sólo cuenta con un 1.5% de las líneas telefónicas mientras el 20% de la población que vive en los países más ricos cuenta con el 74% de las mismas. En lo que acceso y presencia en Internet se refiere, también inquieta que, según el Informe de Desarrollo Humano (mundial) de 1999 emitido por las Naciones Unidas, sólo un 2.4% de la población mundial accedía a Internet, básicamente concentrado en naciones industrializadas, y un 80% de la comunicación en la red se realizaba en inglés. (Brunner, 1999).

El rezago latinoamericano además se ilustra con el hecho de que la región representó el 8 por ciento de la población mundial y su incidencia en el ciberespacio alcanzó sólo al 4% en el año 1999; y mientras la región contribuye con alrededor del 7% del PIB mundial, sólo aporta el 1% al comercio mundial que se hace por vía electrónica (Hilbert, 2001a)(3) . En contraste con estos datos desalentadores, la región registra, en comparación con las otras regiones del mundo, la más rápida expansión relativa de la «comunidad de Internet» en los últimos años. En cuanto al crecimiento de número de «hosts», mientras en 1999 Europa creció un 30%, Asia un 61% y América del Norte un 74%, América Latina lo hizo en un 136% (Hilbert, 2001a). Este crecimiento en acceso refleja también una expansión del comercio electrónico, que comenzó hacia 1998 y alcanzó un nivel de US$ 20.000 millones en 2002, lo que ya representa 1% del PIB de América Latina (CEPAL, 2003). En pocas palabras, estamos mal pero no vamos tan mal.

Si estar afuera de la red es estar simbólicamente en la intemperie o en la sordera, las asimetrías entre conectados y desconectados marcan una brecha casi ontológica. Por otra parte, la conectividad tiene un sesgo fuertemente urbano y metropolitano: en Argentina, hacia 1999 el 87% de los sitios Web y sus domicilios físicos estaban radicados en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires. En el caso de Chile la concentración de usuarios de Internet en Santiago es proporcionalmente mayor a la concentración poblacional y de PIB, y el porcentaje de correo electrónico que concentra la capital duplica a su porcentaje de población nacional.

En cuanto a la segmentación por estratos sociales, de acuerdo a las estimaciones de Emarketers, el 18.1% del 15% más rico de la población latinoamericana estaba conectado a comienzos del 2000, mientras sólo el 2.7% del total de la población latinoamericana estaba en red. Se espera que para el 2004 un 68.9% del 15% más rico de la población latinoamericana de 14 años y más estará conectada, mientras sólo el 10% del total de la población latinoamericana de 14 años y más lo estará (Hilbert, 2003). Según la misma fuente, para el caso de Brasil se espera que hacia el 2004 el 81.8% del 15% más rico de la población esté conectado, vs. un 12.3% para el caso del total de la población. Si la red es el nuevo eje de la participación ciudadana, ¿qué clase de democracia participativa se puede esperar con estos indicadores de segmentación?

Finalmente, Internet está planteando segmentaciones etarias sorprendentes. En Brasil, por edad, el 15.8% de los jóvenes de 14-19 años de edad ha usado Internet, contra el 11.3 en la población de 20-35 años, el 5.6 % en edad 36-45 y el 3% en mayores de 46; y para el caso de uso de computadores personales estos índices etarios eran del 27, 19, 13.7 y 6.3% respectivamente.(4) Si esta situación nacional es extendible a otros países de la región, podemos suponer que la brecha generacional a futuro puede exacerbarse, dado que el uso de Internet no sólo implica diferencias en productividad sino que también implicará asimetrías en capacidad de interlocución, acceso a información y conocimiento, desarrollo cultural, y otros.

Lo problemático es, finalmente, desde qué perspectiva de integración sociocultural se instalan las nuevas promesas comunicacionales. Hoy día en casi todos los países de América Latina, la tremenda brecha en ingresos, en capital educativo, en equipamiento de hogares y en productividad laboral, imponen un signo de interrogación a la confluencia feliz entre tecnificación de los mercados comunicacionales y desarrollo individual para todos.

A medida que se digitalizan los bienes culturales y se expanden hacia el campo interactivo del mundo virtual, se diversifican, pero también se segmentan, las formas de hacerse presente en el consumo y la producción culturales. Las formas de tecnificación comunicacional prometen una plasticidad progresiva en el campo cultural, lo que augura un futuro más permeable a distintos códigos simbólicos y formas de apropiarse de los soportes comunicacionales. En el otro extremo, la renovación tecnológica es tan acelerada en el campo de la información y la comunicación, que la obsolescencia acelerada de sus bienes y servicios obliga a desembolsar más dinero para estar al día. Dinero, claro está, que no todos tienen.

Lo que se da hasta ahora en la región es más bien una cultura de la brecha cultural, vale decir, la certeza generalizada de que la brecha digital en las comunicaciones marca una tremenda brecha en el acceso a conocimientos, el diálogo público y el intercambio simbólico. La cultura virtual opera en el imaginario de las mayorías como falta o fantasma, o bien como un rompecabezas que se arma de modo fragmentario en el camino.

Así, por ejemplo, muchos niños y adolescentes -una población muy importante en materia de culturas virtuales- logran rasguñar la conectividad gracias a programas de dotación en las escuelas, o bien porque gastan sus ahorros de la semana en unas horas frente a la pantalla en el café virtual. Otros consumen los mismos íconos de juegos virtuales en la televisión abierta, pero sin posibilidades de interacción: la cultura de cartoons japoneses puede difundirse por la televisión, los juegos interactivos en Nintendo o Play Station, y su traducción a juegos de roles a través de la red.

Los televidentes serán consumidores simbólicos y su parte activa se restringe a cómo subjetivamente interpretan y resignifican lo que viene de la pantalla; los navegantes, en cambio, podrán modificar el juego, intervenir la oferta y rediseñar las trayectorias. En cambio las filiaciones por proyectos compartidos, comunidades científicas, diálogos académicos, movilizaciones políticas, grupos de chat o de debate, sólo admiten a quienes tienen la red a su disposición. Y si bien es cierto que hay casos ejemplares de alumnos de colegios pobres que logran dialogar desde las terminales en la sala de la escuela con pares de ultramar, comparando grafittis o experimentos de biología, en América Latina tenemos hermosos y heroicos casos singulares, pero una difusión todavía incipiente en las escuelas si medimos el acceso según el tiempo disponible de conectividad por alumno.

De lo anterior podemos inferir que la combinación de brecha digital, alta densidad televisiva, convergencia mediática, y usos frecuentes vs. usos esporádicos de la red, da por resultado una segmentación que va desde los ciudadanos-en-red hasta los ciber-analfabetos. Por lo mismo, la participación en la cultura virtual -y en culturas virtuales- replica el mismo tipo de segmentación que se da en la educación, el trabajo y la conexión con el mundo: un sector muy articulado a la red y al mundo, otro sector de articulación intersticial y esporádica, y un tercer sector fuera del juego. Al menos sirva esta caracterización tosca para ilustrar la situación.

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