Orden Mediático y Orden Cultural – I Parte

I. Territorios descentrados

Las innovaciones tecnológicas han precipitado saltos en los medios de comunicación que fuerzan a redefinir sus limítes año a año, más aún con los nuevos cruces entre medios de comunicación convencionales e interactivos, vale decir, entre industria audiovisual, de prensa y sistemas de redes. La combinación de la tecnología de las telecomunicaciones con la computarización y digitalización, hace posible la conexión entre distintos soportes y el acceso a todo tipo de flujodesde cualquier lugar del planeta. Y al mismo tiempo lleva a la expansión brutal de las grandes corporaciones mediáticas, que ahora cruzan los géneros con una fluidez sin trabas.

Los emporios multimedia son a la vez empresas audiovisuales de TV abierta y de cable, de redes de Internet, discográficas, telefónicas y algunas ya poseen clubs y estadios deportivos. La palabra “convergencia” resuena en las megacorporaciones para referirse a un mundo efectivamente convertido en aldea global gracias a la acción de aquéllas, donde todo confluye hacia la digitalización y, con ello, rebasa cualquier restricción en cantidad de información, velocidad de circulación y articulación de medios y soportes diversos en una misma fiesta del flujo global.

Todo esto hace que el impacto de la industria mediática torne hoy impensables identidades colectivas incólumes o aisladas. Una tendencia acelerada a la desterritorialización cultural, porefecto de la globalización de las comunicaciones y la revolución de la telemática(2) , hace difícil mantener en este terreno visiones y categorías del tipo centro-periferia.

Contra estas visiones atentan “la descentralización de las empresas, la simultaneidad planetaria de la información, la adecuación de ciertos saberes e imágenes internacionales a los conocimientos y hábitos de cada pueblo (…) la deslocalización de los productos simbólicos por la electrónica y la telemática, el uso de satélites y computadoras en la difusión cultural”, de modo que “la reorganización de los escenarios culturales y los cruces constantes de las identidades exigen preguntarse de otro modo por los órdenes que sistematizan las relaciones materiales y simbólicas entre los grupos.” (García Canclini, 1990, pp.288-9).

En este nuevo universo descentrado, la heterogeneidad cultural no alude a la diversidad de expresiones locales y nacionales, sino a la participación segmentada y diferencial en un mercado internacional de mensajes que altera día a día las formas sedimentadas de la cultura. Las diferencias radicarían sobre todo en los códigos locales de recepción, en medio de un movimiento incesante de circuitos de transmisión que toca todos los temas y gran parte de los actos comunicativos.

Este descentramiento toca las jerarquías, los espacios y los soportes. Un mercado de mensajes que entra en el circuito del intercambio global y del aceleramiento temporal, donde los consumidores necesariamente deben tener algo de productores (al menos como selectores), transforma los límites de lo ilustrado y lo popular, lo nacional y lo exógeno. Así como se difuminan las fronteras entre la producción y la creación, también se difuminan los límites entre la alta y baja cultura, entre los medios audiovisuales convencionales y los nuevos medios interactivos, entre la creación literaria y su traducción a imágenes, entre la difusión de las artes y el consumo televisivo. Las artes tienden a potenciarse en una lógica de producción que apunta, simultáneamente, a segmentar y a integrar relatos, medios electrónicos y formas estéticas.

Otro tanto ocurre también con otras dimensiones de la creatividad como la producción de artesanías, el diseño de productos para mercados segmentados, la industria publicitaria, la creación de softwares y la innovación en procesos de producción: todos ellos aparecen influidos por las industrias culturales, por los nuevos lenguajes que circulan en los medios de comunicación y en la navegación informática, y por la propia creación artística que enriquece dichos canales.

La cultura se hace parte de un mercado -el mercado de mensajes o de intercambio simbólico- donde los bienes y servicios son de rápida obsolescencia, y pasan de una mano a otra y de una ciudad a otra al compás de sus posibilidades de innovación tecnológica e informativa. El consumidor se convierte en un hermeneuta: “su función es seleccionar, reconocer y apropiarse de ese universo…está condenado a ser él mismo intérprete de las interpretaciones que circulan a su alrededor, a traducir experiencias simbólicas que sin ser ‘reales’ en su propia biografía lo son sin embargo en su experiencia como consumidor de experiencias simbólicas producidas para él.” (Brunner, 1988, p. 24). El mestizaje abandona su ascepción étnica y se convierte en un evento cotidiano y para todos los actores.

No hay identidades que resistan en estado puro más de unas horas ante la fuerza de estímulos que provienen de todos los rincones del planeta. La estética del collage y del pastiche, tan cara a la sensibilidad posmoderna, no es casual: constituye una metáfora de esta condición de continua recomposición de sensibilidades y mensajes culturales. Epítetos como “hibridez”, “sincretismo”, “tejidos interculturales”, “descomposición y recomposición de signos” se hacen cada vez más frecuentes en el análisis de los procesos culturales actuales.

Los medios de comunicación exacerban las tensiones identidad-modernidad. Las transformaciones son profundas, pero tanto o más es la proyección de estas transformaciones hacia lectores de múltiples culturas y códigos de interpretación. La incorporación de la telemática a la industria cultural ha permitido que todo el mundo se afecte por todo el mundo. El fundamentalismo islámico, el nacionalismo serbio o la violencia de grupos de jóvenes pro-nazis en Alemania, sirven de espejo o interpelación a tantas otras culturas y grupos que, en tantos otros puntos del planeta, entran en tensión con esta nueva modernidad abierta al mundo.

Es tan accesible, inmediata, variada y detallada la información, que cualquier lugar de observación se convierte en un punto omnisciente respecto del conjunto. La industria cultural puede definirse, a medias como metáfora y a medias en un sentido literal, como un juego de espejos que permite a cada momento re-sintetizar nuestras identidades por medio de relaciones dinámicas con las tantas otras identidades que vemos en acción a través de los mass-media, las redes informáticas, los comentarios en la calle y en el trabajo, y las consultas telefónicas.

Este patrón produce un doble y paradójico efecto. Por un lado, de máxima territorialización de los acontecimientos, pues cada lugar pasa a ser no sólo un lugar en el mundo, sino un lugar para el mundo: muchos saben, hoy día, nombres de ex-repúblicas soviéticas que hasta hace muy poco ignorábamos, y sabemos dónde ubicar a Etiopía, Irak o Afganistán en el mapa, o dónde viven los serbios y los croatas. Por el otro lado, y tal como señalamos más arriba, la globalización de mercados y comunicaciones produce una des-territorialización en todas las latitudes, precisamente por la permeabilidad creciente de cada lugar y cada grupo frente a lo que le ocurre a otros grupos en otros lugares.

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